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«Se jugaban la vida por esconderme y celebrar misa» Luis Miguel García (II)

El padre Luis Miguel García fue a La Habana a preparar unas misiones y lo primero que conoció fue la sucia realidad de un calabozo cubano. En la primera parte de la entrevista nos contó qué vivió allí, ahora nos cuenta lo que pasó después:

Luis Miguel García cura Cuba calabozo

Te sacaron del calabozo y subiste al coche con los policías, ¿dónde te llevaron?

Al llegar al centro de La Habana, pararon delante de una casa y me dijeron “aquí es donde te vas a quedar, tenemos instrucciones de no dejarte salir hasta nuevo aviso”. No entendía nada, pero me obligaron a entrar. Era un cuarto amueblado, con sofá, cama, lavabo… Mucho mejor que la celda, desde luego. Deshice mis maletas y, mientras estaba leyendo un libro que traía, se abre la puerta y entran cuatro chicas en ropa interior. Fue en ese momento cuando me di cuenta de que el edificio era un prostíbulo.

¿Qué ocurrió entonces?

Al cabo de un rato de estar de pie, una de ellas me pregunta “bueno, ¿con cuál de nosotras te vas a quedar?” Ellas no sabían quién era yo, así que levantando la vista le dije “pues quédate tú misma”. Se fueron las otras tres y le ofrecí asiento en el sofá, dándole un libro: “toma, lee”. Descolocada, me cogió del brazo y me dijo “oye, ¿tú qué haces aquí?” “Yo no vine a hacer nada, a mí me trajeron”, y le empecé a contar mi historia. En ese momento la chica se puso a llorar y me pidió si podía contarme la suya.

Supongo que se la contó.

Sí, y es una historia dura. Hacía tan solo un año y medio que había acabado el bachillerato, y le ofrecieron un contrato como modelo en un congreso que iba a haber en La Habana. Al llegar, le pidieron los documentos y, al dárselos, le dijeron “tenemos tus datos, sabemos dónde vives, a partir de ahora vas a hacer lo que te digamos. Si intentas escapar, matamos a tu familia y te matamos a ti”. La chica me mostró una cicatriz que tenía en la espalda: “esta es de la primera vez que traté de escapar”. Luego me enseñó la de la segunda en la pantorrilla izquierda. “Ya no he vuelto a intentarlo”. En ese momento, ¿qué le dices a una chica de unos 20 años hecha un mar de lágrimas? Pues en mi caso, hablarle de la misericordia de Dios.

¿No es un poco inadecuado hablarle de eso en ese momento?

No, porque si la fe no es aquello que te mantiene en los momentos más difíciles, olvídate de que te sirva en los momentos tranquilos. Estuvimos hablando de la misericordia y del perdón de Dios. Recuerdo que me dijo “¿Tú crees que Dios puede perdonarme de todo lo que he hecho?” “Pues claro que sí”. A medida que íbamos hablando, ella se había ido cubriendo con una manta. La chica se acabó confesando, me lo agradeció y se marchó. A los cinco minutos, entró otra y lo mismo, “¿puedo hablar contigo?”. Se corrió la voz y aquello acabó siendo como una pescadería en la que se pide turno. A mí después de eso que no me cuenten cuentos chinos de que Dios no se acuerda de las personas que pecan o que sufren.

Si consigues despistar a los que te siguen, nos vemos aquí a medianoche»

¿Cuánto tiempo te quedaste en aquel edificio?

Allí estuve metido unos dos días y medio, hasta que llegaron los dos policías y me dijeron que ya me podía ir. Aún me quedaban cuatro días para el vuelo de vuelta, y me quedé en plan ¿qué hago? Recordé que cuando había estado allí la primera vez había conocido a un sacerdote, un párroco de La Habana, así que fui hasta su iglesia. Cuando le conté lo que me había pasado, no me dejó entrar. “Te están siguiendo”, me dijo, “no te puedo dejar pasar con ellos detrás. Vete, y si consigues sacártelos de encima, nos vemos aquí a medianoche”. Y me cerró la puerta en las narices.

Qué drástico…

Cogí las maletas, las dejé en una tienda que había allí para recogerlas después y empecé a pensar en todas las películas de espías que había visto. Me acuerdo que me paré ante el escaparate de una tienda para ver el reflejo de la gente que tenía detrás, y así durante unos cuantos cristales. Ya vi que había algunos que se repetían tienda tras tienda, así que me puse a correr y a doblar esquinas, y cuando vi que dos de ellos también corrían y doblaban esquinas no me quedó duda. Estuve como una hora corriendo, entrando y saliendo de portales buscando despistarles hasta que me tiré entre las plantas de un parque, y esperé. Al cabo de un rato, salí y vi que ya no me seguían, así que a la medianoche fui a la casa del sacerdote.

¿Y qué le dijo?

“¿Te siguen?” “Padre, creo que ya no”. Se sacó un papel del bolsillo y me dijo “Confía solamente en estas personas”, y me cerró la puerta. “No te puedo dejar entrar, porque sino tú y yo corremos el riesgo”. Abrí el papel y vi que era un listado de familias con sus direcciones, así que me dirigí a la primera dirección. Al tocar la puerta, escuché inmediatamente una voz desde dentro que decía “¿padre Miguel?”. Me quedé callado de la impresión, hasta que la voz repitió “padre Miguel, ¿es usted?”. El trato de usted me tranquilizó un poco, lo suficiente como para responder, y tal cual lo hice, se abrió la puerta, una mano me agarró de la camisa y me metió para adentro.

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¿Era la policía?

Al principio estaba todo oscuro, hasta que encendieron algunas velas y pude ver que había en el cuarto como unas 40 o 50 personas, pero no eran policías. Me condujeron al centro de la habitación, donde había una mesa llena de papeles, y me dijeron que esos son los documentos que había de firmar. “El papel que el padre le ha dado es una lista de los sacramentos para los que él necesita su ayuda, y en esta casa necesitamos que celebre estas 20 bodas”. Toda esa gente estaba esperando al sacerdote para casarse, y en ese momento yo no sabía si reír, llorar o qué hacer. Tuve un momento de oración, y me decidí: comenzamos la misa, celebré las bodas en esa misma ceremonia y, al terminar, me dijeron “Padre, le están esperando en la siguiente casa”.

¿Más bodas clandestinas?

De camino, me encontré con los que me estaban siguiendo, pero logré despistarlos y llegar a la otra casa. Allí no eran bodas sino comuniones, pero aún así me chocó. Esas personas llevaban al menos ocho horas metidas en un piso esperando a que llegara el sacerdote a administrar el sacramento, un ambiente muy diferente a aquí en España. Allí se estaban jugando la vida por celebrar la misa.

Entonces su actividad de esos días fue ir de casa en casa para celebrar sacramentos a escondidas…

Exacto, me di cuenta de que el párroco me había preparado una ruta por diferentes casas para que celebrase los sacramentos a los que él no llegaba. En algunas casas llegaba y me decían “Aquí el padre quiere que coma” o “Aquí el padre quiere que descanse”. Cuando terminé la primera hoja, que debían ser unas 60 familias, me dieron otra igual. Al final debieron ser unas 90 casas, y todas esperando recibir a Jesús.

Eché a correr sin saber si las balas me iban a dar, sin saber si iba a llegar vivo a la esquina

¿En algún momento le cogieron sus perseguidores?

Dos veces casi lo consiguen. Hubo una en la que, mientras estaba celebrando la misa, alguien empezó a golpear la puerta. “¡Abran, es la policía, sabemos que hay un sacerdote ahí dentro!”. El padre de la familia le dijo a su hijo que me escondiera, y yo fui con él asustado. Junto con otro, levantaron la cama y una alfombra y allí había un hueco en el suelo: “métase ahí, padre”. Entré, me cerraron, y desde mi escondrijo escuché cómo entraban los policías, buscándome y amenazando a los que estaban allí. Ninguno dijo nada, a pesar de que se jugaban el ir a la cárcel. Esa gente estaba literalmente arriesgando su vida por esconderme. Yo creo que fue un milagro que a la policía no se les ocurriera levantar la cama. De esa casa, una vez terminado, me tuve que ir por la ventana, porque me esperaban los agentes a la salida.

¿Y la segunda vez?

Fue en otra casa y, de nuevo, me impactó más por la fe de la gente que por el hecho más morboso. El principio era lo mismo: estábamos en una casa y aporrearon la puerta. Aquí no esperaron, sino que la echaron abajo. Entraron dos policías, pistola en mano, y en esa habitación no había más puertas ni ventanas. Yo ya estaba rezando un acto de contrición cuando la persona que estaba junto a mí me dijo “¡Padre, por la esquina!” “¡Pero si hay un muro!” “No, es un muro falso”. Mientras los policías, seguros de que no podíamos escapar, se acercaban con calma, me lancé contra el muro.

¿Y era falso al final?

Sí que lo era, lo atravesé. Pero claro, el muro daba a la calle y estábamos en un segundo piso, así que me vi de repente suspendido en el aire. No me hice papilla porque alguien había colocado unos colchones en unos contenedores justo debajo del muro falso, como ruta de huida. De repente, una bala impactó contra el colchón justo a mi lado. Me pegué al muro y escuché cómo desde arriba me disparaban. Lo primero que piensas es “¡Corre!”, pero ¿hacia dónde? En cuanto escuché que paraban de disparar, porque se acabó el cargador o lo que fuera, eché a correr sin saber si me iban a dar. Con la adrenalina, creo que corrí como media hora. Me detuve porque no tenía sentido seguir corriendo ya, tomé aire, miré la siguiente dirección y fui hacia allá.

¿Sabes qué les pasó a los del piso del que escapaste?

No lo sé. No sé si los cogieron, si los dejaron ir o si están en la cárcel. A día de hoy lo único que sé es que se la jugaron por su fe, como en el resto de casas.

Después de estos días, ¿cómo consiguió salir de Cuba?

El último día, el de mi billete de regreso, me planté ante los dos que llevaban días siguiéndome y les dije “tengo dos noticias, una buena y una mala: la buena es que me marcho a México, la mala es que me habéis de llevar al aeropuerto”. No querían, pero acabé convenciéndoles de que era mejor para ellos que yo estuviera en ese vuelo de vuelta. Acabaron llevándome allá, y en el momento en el que ya iba para embarcar, me cogieron y me dijeron “agradécele a tu Dios que tienes boleto de vuelta porque, si no, estarías todavía metido en el calabozo”. Subí al avión y me fui. Hasta que no llegué a México no pude respirar tranquilo.

Acerca de Guillermo Altarriba