La hermana María de Guadalupe nació con el nombre de Jimena por la esposa del Cid Campeador. De abuelo navarro y familia argentina, la joven ingresó en la congregación del Verbo Encarnado a los 18 años, y a los 23 la destinaron a la misión de Oriente Medio, a Belén.
Aprendió árabe, pasó 12 años en Egipto, visitó las comunidades de Túnez, Jordania o Irak, entre otras, y ahora vive en Siria tras negarse a abandonar el país y a su gente con el estallido de la guerra. Aprovechando su paso por Barcelona –invitada por Ayuda a la Iglesia Necesitada-, transcribimos la conferencia que ofreció en el Colegio de Abogados para denunciar la indiferencia de Occidente ante el dolor atroz que está sufriendo el país y su gente desde hace más de cuatro años.
Este es un canto a la Virgen, la oración más antigua conocida dirigida a ella y uno de los cantos preferidos por los cristianos perseguidos en Siria. La canto para que podamos estar más cerca de ellos:
La persecución a los cristianos es ya el pan de cada día en Oriente Medio, por lo que tengo entendido…
Oriente Medio es una tierra difícil para los cristianos, y la discriminación está presente en todos estos países, pero antes de la guerra Siria era una excepción: había paz y tranquilidad. De hecho, lo elegí como destino para descansar tras pasar 12 años muy cansados misionando en Egipto. Siria era un país muy próspero y una guerra era lo último que esperaban sus habitantes.
¿No veíais lo que ocurría en los países cercanos, la “primavera árabe”?
“Primavera árabe” es un término mal escogido, una etiqueta puesta por los medios occidentales a un fenómeno que se vende fuera como una lucha por la democracia pero que desde dentro lo vivimos como un acto terrorista y una persecución abierta a los cristianos. En cualquier caso, lo veíamos pero no esperábamos que llegase a Siria.
Y llegó.
Sí, llegó. Los primeros disturbios fueron en el sur del país en 2011, cuando yo llevaba apenas unos pocos meses allá. Cada día aparecían noticias de esta persecución abierta: desde bolsas de basura con cadáveres y la etiqueta “No tocar, es cristiano” hasta denuncias por parte de nuestras estudiantes universitarias que nos contaban que en la facultad ahogaban a compañeras por su fe en Jesús.
¿Qué consecuencias tuvo?
La gente se asustó y tanto en la capital, Damasco, como en Alepo –la segunda ciudad en importancia, hogar de cinco millones de personas, famosa por sus fiestas y eventos y también el lugar donde vivimos nosotras- salieron a la calle para mostrar su apoyo al presidente frente a unos grupos opositores vistos como terroristas, como sectores minoritarios que, sin embargo, eran alimentados por árabes extranjeros.
¿Manifestaciones apoyando la dictadura? Suena extraño.
Desde nuestra óptica occidental es difícil de entender que la población apoye a un dictador, pero lo cierto es que llevaba años gobernando y hasta entonces había funcionado bien. Muchas veces nos equivocamos juzgando con criterios occidentales y pensamos que la democracia se puede imponer y funcionar en todas partes del mundo. Para ellos en este caso se trataba de elegir el mal menor: preferían seguir como estaban antes que caer en las manos del fundamentalismo islámico.
Eso no es lo que llegaba a los telediarios de aquí…
No, en la tele se tergiversaba: mientras que por las ventanas de nuestra casa –el edificio del obispado- veíamos riadas de miles de personas reclamando esto que te digo, en las noticias el comentario era “Continúan las manifestaciones pacíficas del pueblo sirio pidiendo la renuncia de Bashar al Asad”. La gran mentira montada alrededor de esta guerra es un gran dolor, agravado por el abandono por parte de Occidente y su “silencio cómplice”, como lo llama el Papa Francisco.
¿Los vas a abandonar cuando más te necesitan? Tienes que estar ahí: eso significa ser misionera»
¿Cómo vivisteis el inicio de la guerra propiamente dicha?
Nuestros superiores nos preguntaron si queríamos quedarnos, porque aunque seamos misioneras, no estamos obligadas a quedarnos en un lugar de riesgo. Cada uno de nosotros lo pensó, tanto las hermanas como los sacerdotes, y decidimos quedarnos.
¿Qué pensó tu familia cuando le dijiste que te quedabas?
El apoyo de la familia era una condición necesaria para poder estar allí, y recuerdo que cuando se lo dije a mi padre, él me respondió “Has estado con esta gente hasta ahora, ¿los vas a abandonar cuando más te necesitan? Tienes que estar ahí: eso significa ser misionera”. También añadió “No pretendo de ninguna forma competir con Dios: Él te cuidará allá mucho mejor de lo que yo pueda hacer acá”. También ha sido muy importante el apoyo mutuo con el resto de misioneros y misioneras de otros grupos de Alepo.
Durante más de un año, la ciudad estuvo sitiada por los rebeldes, ¿cómo lo vivisteis?
Los terroristas bloquearon la ciudad: nada ni nadie salía ni entraba. Se acabó el agua, la luz y el gas: gente que antes lo tenía todo ahora ha de cortar ramas de los árboles para poder calentarse. Incluso ahora, tenemos una hora de electricidad al día, y eso cuando tenemos: hemos pasado periodos de 50 días sin luz. El agua llega una vez por semana o cada diez días; los alimentos perecederos –carne, fruta, verdura…- se terminaron pronto durante el asedio… “Nos han dejado morir de hambre y el mundo no lo sabe”, se lamentaban los habitantes de la ciudad. Durante el año y medio de sitio, Occidente permaneció indiferente, sin enterarse.
Y a esto hay que sumar los bombardeos.
Claro, el ataque es permanente: los grupos rebeldes llevan a cabo una guerra muy sucia, disparando directamente contra los civiles. Los primeros objetivos son siempre los barrios cristianos, pero aun así no hay lugar seguro: todos los barrios son atacados y no respetan ni hospitales ni colegios ni iglesias. Llevamos así más de cuatro años.
¿Siguen cayendo proyectiles hoy?
Sí, andar por Alepo es un riesgo permanente, de día o de noche. Ya desde los primeros meses se nos hizo habitual salir a la calle con mucho cuidado, atentos a los disparos y a las bombas, esquivando francotiradores. Los bombardeos son tan frecuentes que la gente ya habla de ellos como de la lluvia. De hecho, utilizan el mismo término: “¿Cuántos llovieron este fin de semana en tu barrio? Unos cincuenta”, así de cotidiana es la conversación. Y el problema, aunque lo parezca no son las explosiones en sí.
Los bombardeos son tan frecuentes que la gente ya habla de ellos como de la lluvia»
¿Cuál es?
La onda expansiva: un proyectil se puede llevar por delante una habitación, pero las esquirlas que salen disparadas de la detonación se reparten en un radio de cientos de metros y durante varios minutos. Los que lo sufrimos cada día ya distinguimos el ruido de este tipo de explosiones y sabemos que, si lo escuchamos, hemos de correr a escondernos tras algo sólido.
¿Cómo se trata a las víctimas?
La caída de proyectiles es tan frecuente que la asistencia sanitaria se ha hecho totalmente ineficaz, está colapsada: no es solo que los hospitales no den abasto, es que también están siendo atacados. Ya hace tiempo que no vemos ambulancias, solo camiones de recogida cuyos operarios juntan restos humanos: los van metiendo en una bolsa de basura negra, ahora una mano, ahora un pie, ahora una cabeza… todo cerrado con un nudo y a la morgue. Se limpia la zona y la vida continúa, pero si alguien quiere reconocer familiares tiene que ir hasta la morgue y revisar bolsa por bolsa.
¿Algún proyectil ha alcanzado vuestra casa?
Uno de los ataques más fuertes que vivimos ocurrió a apenas cincuenta metros del obispado, donde vivimos. Cayó un misil y todo voló: cuatrocientos muertos y cientos de heridos. Bendita obediencia: en esos momentos yo estaba subiendo a la terraza cuando un sacerdote me llamó. “Voy a mirar el lavadero y bajo”, le dije, pero me insistió y bajé. Por suerte: si me llega a alcanzar la explosión estando yo en la terraza, seguramente no lo estaría contando hoy.
¿Qué ocurrió después?
Los sacerdotes salieron inmediatamente a socorrer a las víctimas, la gente entraba a refugiarse a la catedral, que había quedado muy dañada. Recuerdo que yo buscaba a una de nuestras estudiantes porque no la encontrábamos: la vi gritando sentada en un banco, entre los escombros. Me acerqué y le quité el abrigo para aliviarla un poco y vi que tenía un hierro clavado en la espalda. Con mucha dificultad la conseguimos llevar al hospital y al final se salvó, pero se estaba asfixiando: el hierro le había atravesado el omoplato y perforado el pulmón.
Es terrible.
Pero este es solo un caso de una herida y de una sola explosión. Las atrocidades allí están ocurriendo todos los días, y no es por ser morbosa: decapitaciones, crucifixiones… Para que te hagas una idea, ¿recuerdas el ataque yihadista en París? Ocurrió un viernes: ahora imagina que vuelve a pasar el sábado, y el domingo y el lunes… y multiplícalo por cuatro años. Lo curioso es que desde ese día se duplicó el número de gente en misa, ¡qué distinto de cuando ocurrió en Francia y los medios decían que la gente ahora tenía miedo de ir a las iglesias! Allí en Siria la gente sufre mucho más y reza mucho más. Que conste que no estoy minimizando lo de París, solo intento que tomemos conciencia.
Los cristianos de Irak nos dan bofetadas a los occidentales acomodados»
Es un modo de vivir la fe que desde luego visto desde Europa es extraordinario.
Es cierto que estos mártires contemporáneos dan bofetadas al cristianismo occidental, tan acomodado muchas veces en el mundo. Sin embargo, realmente lo que están viviendo ellos no es nada distinto a lo que tendrían que vivir los cristianos europeos: en Siria están simplemente viviendo el Evangelio, lisa y llanamente, sin páginas agregadas. Lo notas, por ejemplo, en su alegría.
¿Alegría? ¿No me estás contando que los ataques son constantes?
Y aún así mantienen la sonrisa: es lo que a mí más me sorprende de convivir con ellos. ¿Cómo puede ser que a pesar de estos cuatro años de persecución y desgracia sigan sonriendo? O están totalmente locos o guardan algún secreto: más bien lo segundo, y ese secreto es su fe. Ellos mismos cuentan que antes estaban tan atrapados por las cosas cotidianas que se habían olvidado de lo importante. Ahora, incluso las pequeñas cosas las viven con alegría: hay fiesta y alabanza cuando llega la luz o el agua. Uno se da cuenta de que las cosas importantes no pasan por lo material.
Además allí el contacto con la muerte es muy directo, ¿no?
Es permanente: cuando vas a dormir entre bombardeos no tienes la seguridad de que por la mañana despertarás. Por eso puedes vivir cada día como si fuera el último, porque realmente puede serlo. Ese contacto permanente con la muerte da más sentido a la vida: este es mi último día, ¿cómo puedo vivirlo?
Aquí también sabemos que moriremos algún día…
Claro, no es una novedad –“Vaya cosa, ¡han descubierto que todos morimos!”- pero lo cierto es que aquí no pensamos en ello. Las grandes preocupaciones de Occidente son naderías: “Este año hay poca nieve, no podremos ir a esquiar”. Entre los cristianos de allí se tiene una conciencia de que esta vida es corta y se ha de aprovechar bien para ganar la siguiente, y eso lo ves cada día.
¿Por ejemplo?
Conocí una mujer que estaba con su hijo en el hospital; él estaba en cama. Oyó caer las bombas y fue a pedir que cambiaran a su hijo de habitación, pero tan pronto salía oyó una detonación. Se giró y vio a su hijo despedazado, de repente. Esta mujer, con todo su dolor, luego decía “Mi hijo estaba preparado para la muerte, para el Cielo”. Ella cuenta que vivía con un miedo constante de que cayera un proyectil en su casa, pero que su hijo siempre le decía –citando el Evangelio- “Mamá, no tengas miedo de los que pueden matar el cuerpo pero no pueden matar el alma”. Ese es el punto: pueden cortarme la cabeza, quemar mi iglesia, arrebatármelo todo, menos la vida eterna
A veces con los refugiados pecamos de buenismo, y eso no es caridad»
Y esto les hace enfrentarse a la vida de forma distinta.
No viven a merced de sus ganas, no hacen las cosas en función de si les apetece: van al colegio o a la universidad esquivando las balas. Recuerdo una vez que sonó la alarma para que abandonáramos el barrio y huyéramos porque los rebeldes estaban llegando. En estos casos, tenemos una mochila con todo preparado, los documentos y lo indispensable. Una de las chicas en esta mochila llevaba los apuntes de la universidad, y le decía una hermana “¿Ahora te llevas los apuntes?”. Ella le respondía: “Es que si salimos de esta, yo el lunes tengo examen”. Al final fue una falsa alarma, pero esta es la fuerza de esta gente y es la fuerza que les da la fe: la fe cambia la vida, la inunda y permite enfrentarse a la fatalidad de otra manera. Pero eso no quita que sea una vergüenza que el mundo permanezca indiferente ante semejante genocidio.
En Europa ahora parece que se está tomando más conciencia por el conflicto con todo el debate sobre los refugiados.
Sí, pero el tema de los refugiados está siendo utilizado, y a veces con esta actitud de querer acogerlos a todos en vez de la caridad practicamos el buenismo. No hablo de discriminación, sino de pensar que lo lógico sería que países tan ricos como los países del Golfo, en lugar de enviar millones de euros para construir mezquitas en Europa, abriesen sus fronteras y recibieran a los millones de refugiados musulmanes. Allí les sería mucho más fácil adaptarse por ser su misma cultura y su misma religión. Sin embargo, a quien se le exige abrir las puertas es a Europa.
¿Y no es bueno eso?
Claro, tenemos que ayudar a los refugiados –y más cuando son tantos: Siria tiene 21 millones de habitantes y 12 son refugiados, tienen su casa destruida-, pero hemos de ser conscientes de que esto no resuelve el problema sino que es poner un parche: hasta que no se cierre el grifo, la “fábrica” de refugiados que son la guerra y la persecución, seguirán habiendo, no solo en Siria sino también en países como Irak.