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El sastre de Bruselas

“Los europeos no saben vivir si no van lanzados en una gran empresa unitiva”, escribía Ortega y Gasset allá en los años 20. Ahora, los europeístas se llevan las manos a la cabeza e intentan hallar en qué momento la Unión Europea (UE) empezó a dar los primeros pasos hacia la desintegración. Algo no se está haciendo bien cuando el Reino Unido, uno de los grandes del club, se plantea un referéndum para abandonar la sociedad de amigos que lleva construyéndose más de medio siglo.

Qué bochornosa fue, para todo europeo, la negociación de los presidentes de los miembros de la Unión en la que se trataron los aspectos claves de la posible salida de Reino Unido de la UE, la bautizada como operación Brexit. Cada miembro se plantó en Bruselas con su propia caña de pescar, y la única referencia al proyecto común europeo fueron las tímidas palabras de Matteo Renzi en defensa de una Europa verdaderamente federal. Una negociación a contrarreloj de la que David Cameron salió airoso: pudo volver al 10 de Downing Street con un acuerdo bajo el brazo, acuerdo que muchos consideran suficiente para permanecer unidos al resto del continente.

Desde ese día, el gabinete británico parece un gallinero. Cameron asegura que va a hacer una sincera campaña por la permanencia, algo que provoca mucho recelo después de todos los palos que ha puesto a las ruedas del carruaje europeo. Los ministros y diputados corretean por los pasillos de Westminster, ultimando sus campañas a favor o en contra del Brexit. Y lo más sonado: el alcalde de Londres, Boris Johnson, y sus intervenciones siempre llenas de color, que se ha alzado dentro del partido conservador como voz principal a favor de la salida

Fuente: Reuters - Dylan Martínez
Fuente: Reuters – Dylan Martínez

El gobernador del Banco de Inglaterra, Mark Carney, avisa de que el Brexit entraña el mayor riesgo de las últimas décadas para la estabilidad financiera del país. La incertidumbre crea una tensión muy poco sana a ambos lados del Canal de la Mancha, y a las agencias de rating—ese incómodo invitado de la fiesta—no les tiembla el pulso a la hora de ponerlo de manifiesto. Los inversores no logran conciliar el sueño.

Por otro lado, más allá de la economía británica e independientemente de los resultados de junio, un potencial efecto dominó emerge ya como peligro previsible: el Reino Unido ha abierto la veda para que cada miembro vea con satisfacción elaborar su estatuto personal diferenciado. Después de que el Reino Unido pase por el sastre de Bruselas a confeccionar su traje a medida, ¿qué hace pensar que otros no decidan hacer lo mismo? A la larga, la situación puede ser insostenible. Nos veríamos abocados a una revisión de los tratados, y si algo está claro es que la solidaridad actual de los países europeos es menor que la que dio a luz a la UE en sus orígenes. La ‘revisión a la baja’ sería un escenario más que probable.

Mario Monti escribía recientemente que uno de los mayores males de los políticos europeos es su visión cortoplacista. Muchos nos preguntamos qué pasará si la Unión se desmenuza en pequeños retales nacionales. ¿Se va a oír en el mundo una polifonía a 28? ¿O pasará de ser una voz nítida a un cacareo indescifrable?

La UE tiene que hacer examen de conciencia y aceptar el peso que tiene Reino Unido. Poco le conviene a la UE perder a uno de los miembros permanentes del Consejo de Seguridad en Naciones Unidas o dejar de recibir los vientos de ultramar que soplan desde las Islas Británicas. No hay que desterrar: hay que implicar, dotar a Inglaterra de liderazgo dentro de la Unión para que sea de una vez por todas uno de sus pilares, un estribo acorde a su peso.

Y, por descontado, no todo es la economía. Gracias su ciudadanía, los británicos gozan de una libertad de movimiento a lo largo y ancho de 4.325.000 km2. Con el divorcio entre RU y la UE se impermeabilizarían las fronteras, y perderíamos todos en solidaridad, seguridad y justicia internacionales, algo que nos pone en clara desventaja a la hora de afrontar los nuevos retos de la sociedad globalizada en la que vivimos.

“Si Europa estuviera unida a la hora de compartir su herencia común, no habría límites a la felicidad, a la prosperidad y a la gloria que gozarían sus 300 o 400 millones de personas” declamaba Churchill al final de la Segunda Guerra Mundial. Confíen los europeístas en que quede entre nuestros vecinos isleños algo del espíritu filo-europeo de aquel Primer Ministro que tanto hizo por Europa en uno de los momentos en los que ésta más lo necesitaba.

Acerca de Jorge Valero Berzosa