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Turquía es una gran puerta de Europa. Una puerta que, por ahora, hemos decidido que mejor mantenemos allende de nuestras fronteras. Sus ambiciones europeístas (que no europeas) llevan en el umbral desde hace décadas, cuando en abril de 1987 el país presentó la solicitud de entrada a la entonces Comunidad Económica Europea. Por ahora sigue siendo la gran vecina de Oriente y a la vista de ciertas actitudes que emanan del seno de la Unión, como la francesa o la griega, parece que a Turquía aún le queda un trecho para formar parte de este selecto club “socioeconómico”. Claro que Constantinopla fue la heredera de Roma, y se reconoció a sí misma como custodia de la civilización; Constantinopla, Estambul: la ciudad dorada. Pero no: el camino es todavía largo.
Y más largo se va a hacer con el nuevo escenario que han dejado las elecciones del pasado siete de junio. Cuatro partidos han superado la barrera electoral del 10% que fijan las leyes turcas, con la sorprendente caída de Erdogan (AKP) y la inesperada irrupción del HDP, partido de origen kurdo liderado por Selahattin Demirtas. Aquel que buscaba confiadamente la mayoría absoluta ha resultado herido: ahora el ring es pluripartidista—como en España—y el sistema se va a ver obligado a reinventarse y adecuarse al nuevo contexto.
La Unión respira algo más tranquila, porque no eran pocos los que veían la deriva autoritaria del actual presidente con temor. La gota (de sospecha) que ha colmado el vaso ha sido la propuesta de Erdogan de convertir el sistema parlamentarista que rige en Turquía en uno de corte presidencialista, en el que su figura aumentara de poder efectivo (el sistema americano sirva como referente). La población turca no se ha fiado, por el miedo a lo que eso podría conllevar. Ni siquiera en su propio partido, el AKP, estaban todos de acuerdo con la iniciativa. El electorado ha preferido la incertidumbre del pacto—porque no hay mayoría absoluta—al despotismo de uno.
A Erdogan le ha salido mal la jugada. El discurso polarizador (laicos contra religiosos, kurdos contra turcos) no ha sido una buena estrategia, porque el recién surgio Demirtas se ha arrogado el áurea protectora de los desfavorecidos y atacados por esas dualidades. Encauzándose en la misma tónica dualista, Sirri Süreyya Önder, diputada del HDP, declaraba que “es el triunfo de la paz sobre la guerra, la modestia sobre la arrogancia, la responsabilidad sobre la irresponsabilidad”.
Pero el problema de Turquía, probablemente—y desde una perspectiva europea—sea algo más profundo. La fibra autoritaria de Erdogan no es más que una constatación de la situación que se vive en el día a día turco. La libertad y pluralidad de los medios es todavía una quimera y la división de poderes dista mucho de lo que, para Europa, sería deseable (silenciar, destituir o detener policías jueces y procuradores; cerrar cuentas de Twitter…).
¿Qué sucederá ahora? Pronto lo veremos. Erdogan echará el freno a sus aspiraciones recientes y reconducirá su camino. Puede pactar con el HDP, aunque también puede hacerlo con el partido ultranacionalista MHP. Las consecuencias serían totalmente opuestas dependiendo del socio escogido. “There is hope for democracy”, leí el otro día. La juventud tiene ganas de involucrarse, de reivindicar los derechos sociales y un sistema más democrático. Pero la pelota está en el tejado de todos. El HDP tampoco puede oponerse frontalmente a Erdogan, que sigue siendo el partido más votado y con más circunscripciones bajo su color. No sería responsable. Aunque para responsable, el electorado turco: 86% de participación en los comicios. Envidiable. Eso sí que es un verdadero éxito. Eso sí que es sentido de la responsabilidad.
