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Marín se parece extraordinariamente a Karol Wojtyła. Sus ojos pequeños y claros son de acero, quizá por haber vivido más de media vida al otro lado del telón. Sus facciones bien definidas estructuran un rostro arrugado pero firme. Parece que sean precisamente los ojos los cimientos de todo el cuerpo.
En efecto, Marín es un hombre que ha trabajado duro en la construcción en la Rumanía comunista; gracias a su trabajo entraba en su casa el sustento de toda la familia.
Cuando llegó la democracia después de 1989, el paro y la inflación desestabilizaron el país por completo, y Marín se encontró con la desagradable tesitura de que ya nadie quería su trabajo en la construcción: se podía contratar mano de obra más joven y barata.
Siguió veinte años malviviendo en su patria con su familia, donde encontraba cada vez menos trabajos porque su estado físico distaba cada vez más del de la juventud. Va a ser verdad que ese divino tesoro se va para no volver. La vida se fue encareciendo en Rumanía progresivamente hasta llegar a un límite que Marín ya no pudo soportar con su trabajo en 2011, cuando decide emigrar a España con su familia.
Pero resulta que en la España de 2011 hay casi un 50% de paro juvenil y una generación sobrepreparada. Un emigrante viejo y sin estudios no tiene un futuro prometedor en esta España.
Hasta marzo de 2015 Marín ha estado pidiendo en las calles de Pamplona. Dice que la gente allí es buena. A pesar de su situación ha conseguido una pensión de doscientos euros mensuales y le atienden en la Seguridad Social. El kilo de carne que compra aquí dice que ronda los tres euros, mientras que en Rumanía no lo pudo encontrar por debajo de cinco desde que llegó esta última crisis.
Fue la salud pública española quien le detectó en octubre de 2014 un cáncer de próstata que se suma a unos problemas de corazón que Marín no tiene claro como enunciar; sólo sabe que el médico le ha dicho que tome mucha fruta.
Marín no se queja por estar enfermo, ni se queja de estar lejos de su país, ni tampoco de no tener dinero. Lo que Marín explica con su acento rudo y su gesto implacable es su dolor por llevar tantos años sin poder trabajar. Nadie quiere su trabajo porque es viejo, ni en su país ni en ningún otro.
Sentado en el suelo de una esquina de la Plaza del Castillo con un cartel de “acepto comidas”, su línea del horizonte se le ha venido abajo. Mientras tanto, la sociedad pasea su indiferencia con sus tacones y sus corbatas unos centímetros más arriba. Ellos se yerguen porque tal vez esperan alguna cosa, porque son útiles para alguien o para algo. Marín desespera porque se siente incapaz de ganarse la vida.
Sin embargo, asegura que en Pamplona hay gente que le quiere. A finales de marzo le operaron del cáncer. No pierde la esperanza de que alguien lo mire a los ojos y le haga sentirse útil.
