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«El día de mi ordenación como sacerdote mis amigos vinieron a matarme»

La semana pasada publicamos la primera parte de la entrevista al que fue uno de los skins más jóvenes y temidos de España.  Prometimos publicar pronto la segunda parte y aquí la tenéis. Hemos dejado la última pregunta de la primera parte para que sea más fácil recuperar el hilo de la conversación.

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¿Cómo lo vive esto tu familia?

Un buen día me llaman del instituto y me dicen que vuelva a casa que ha sucedido algo con mi familia. Mi madre había salido a comprar a El Corte Inglés y al salir le dieron una paliza. Con una moto la fueron arrastrando por toda la calle hasta dejarla en el portal de casa. Cuando te enteras de eso te entra un sentimiento que no sabes canalizar, una mezcla de odio, rabia e incomprensión porque han sido tus amigos los que le han hecho esto a tu madre y una vergüenza tremenda porque no eres capaz de hablar con ella, pues te dirá que es culpa tuya y que la dejes en paz. Yo no fui a verla hasta que mi padre un me dio uno de los mejores guantazos que me han dado en toda mi vida y me dijo: “tu madre pregunta por ti y vas a ir a verla”. Fui al hospital, a la UVI, y vi a mi madre completamente intubada, en ese momento consciente, y lo que pensé que me diría es: “eres mayor de edad, lárgate, no hay quien te aguante y hasta aquí hemos llegado” y lo que me encontré fue una mujer que me miró y me dijo: “hijo, no dejes los estudios”. No me dijo nada más, solo eso.

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¿Después de este ataque que sufrió tu madre qué pasó?

Nos tuvimos que cambiar dos veces de domicilio hasta que terminamos en el pueblo del instituto, en una urbanización perdida. Todos los movimientos que yo hacía eran con guardaespaldas. Se acabó el autobús, pasé a ir en coche. Dejé de tener acceso a cualquier medio de comunicación, no tenía acceso absolutamente a nada.

¿Y cómo te tomaste este cambio? 

Dejé de hablar en mi casa. Estuve un año y medio sin hablar absolutamente nada. El día de Reyes o de mi cumpleaños mi madre o mi padre me daban el regalo, yo lo dejaba a un lado, esperaba estrictamente a que se terminase el jolgorio y soplaba las velitas quien quería porque yo no me movía. En la comida familiar de los domingos me sentaba, comía y me iba. Todo eso provocaba bastante tensión en casa. 

Paralelamente a esto, ¿cómo iba en el instituto?

En el instituto, mientras tanto, en ese no saber qué hacer con tu vida, llega la Semana Santa y la chica en la que me fijé me dice si voy con ellos, con su grupo de amigos, a una Pascua juvenil. Lo primero que yo le pregunté es si se dormía allí. Ella, que me tenía calado, me dijo que sí, que con sacos de dormir, chicas por un lado y chicos por otro. Le dije entonces que ni hablar, a mí eso me sonaba a hippie total.

¿Qué te dijo entonces?

Me dijo que de todas formas me habían visto dibujar y que lo hacía bastante bien y para la Hora Santa necesitaban a un Cristo en Getsemaní para ponerlo en el oratorio. Y yo le dije: “va, te lo hago”. Pero no tenía ni idea de qué era Getsemaní.

¿Y qué hiciste?

Voy a casa, cojo la Biblia, ante el asomo de mi familia que se pregunta qué es lo que voy a hacer con la Biblia, busco en el índice que hay al final y encuentro el capítulo que habla de Getsemaní.

¿Qué pasa entonces? 

Me encuentro a un tío que está solo, al que sus amigos han abandonado, al que todo el mundo quiere matar, un tío que está sufriendo horrores pero que entrega la vida. Un tío que en esas circunstancias es capaz de decir: “Pero hágase tu voluntad, Padre”.

¿Qué provocó eso en ti?

Yo no lo entendí, no entendí cómo pudo decir sí a eso que era una mierda. Seguí leyendo y me encontré con un tío que decía cosas como: “nadie me quita la vida, la entrego libremente”. Yo pensaba que estaba loco. Seguí leyendo y el tío muere. Y no solo eso, muere diciendo: “Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen”. Y ahí, en la soledad de mi cuarto, me eché a llorar.

¿Por qué?

Quería comprender cómo alguien en esa situación podía tener una respuesta como aquella. Yo me lo callé, le di el dibujo a la chica y en ese instante empecé a fijarme más en ella y en sus amigos, que para mí hacían cosas surrealistas, pero yo lo que quería era ‘llevármela al huerto’, y no al de Getsemaní precisamente.

A todo esto, ¿la relación con tus antiguos amigos cómo estaba? 

Un 14 de noviembre recibo la llamada de un chico que me dice que un amigo se ha suicidado. No tenía recuerdos de la infancia sin ese amigo, nos conocíamos de toda la vida, desde pequeños. Además, fui yo el que le metió en la patrulla.

Un golpe duro…

Tres días después recibí una carta que me mandó este chaval antes de suicidarse. Se lanzó desde la Torre de Madrid.

¿Qué ponía en la carta?

Muchas cosas, pero con lo que me quedé es con lo que escribió al final de todo: “así lograré que vuelvan a mirarme a la cara”. Cuando eres el malo te sumerges en un amargo abandono, porque al ‘malote’ nadie le pregunta: “¿cómo estás?” y eso genera una gran soledad. A él no se le ocurrió otra cosa que pensar que, si estampaba su cabeza contra el suelo, se acercarían a ver qué había pasado y le mirarían. Yo leí la carta e inmediatamente pensé: “¿por qué no hacer lo mismo?”.

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¿Qué te hizo cambiar de opinión?

Al instante de pensar en el suicido aparecieron en mi cabeza dos rostros que siempre me habían mirado a la cara, mi madre y la chica del instituto, e inmediatamente después pensé en lo que unía a estas dos mujeres. Las dos miraban y seguían al que me había hecho llorar a mí en Semana Santa.

Entonces…

Dije, «antes de hacer nada, voy a comprobar si esto es verdad». Fue entonces cuando empecé a ir más con esa gente del instituto que habían generado en mí un sentimiento de envidia, me sorprendía mucho cómo se trataban entre ellos. Jamás había tenido eso. Yo antes siempre dependía de ser el más guay, el más fuerte, el más todo.

¿Y qué es lo que viste? ¿Qué comprobaste?

Un día me invitaron a hacer una mudanza en una de las parroquias del pueblo del instituto y cargando unas cajas se cayó un cartel pegado en la pared que ponía: “confesiones los miércoles después de Misa” y yo empecé a reírme a destajo. Mis amigos del instituto estaban en una reunión en un salón parroquial y se acercaron para ver qué pasaba, me explicaron entonces que había un sacerdote que se ponía los miércoles en un patio interior de la parroquia a confesar a los jóvenes que querían. Lo primero que pensé es: “voy a ir yo a ese cura y le voy a escandalizar, le voy a soltar toda mi matraca, a ver si es capaz de perdonarme”.

¿Qué pasó?

Fui el miércoles siguiente a voz en grito por toda la parroquia buscando al cura ese. Cuando encontré el patio interior entré y el sacerdote estaba al otro lado del patio. Empecé a gritar todo lo que había hecho y pensé: “ a ver si tienes huevos de perdonar mis pecados”. Vomité todo lo que había hecho y cuando terminé me caí literalmente al suelo porque yo me quería morir, pero era incapaz de matarme. Me sentía como la mayor de las mierdas. Me hice un ovillo y empecé a llorar.

¿Qué te dijo el sacerdote?

Se acercó, se arrodilló y me abrazó. Y abrazado me dio la absolución. Entonces me pregunté: “¿este quién es?”. No quería que ese hombre dejara de abrazarme, en ese instante era lo único que sostenía mi vida.

¿Te cambió la vida? 

Esa misma noche lo primero que hice al llegar a casa fue coger a mi madre y comérmela a besos, pensó que se me había ido la olla. Dormí como nunca, sin tomar absolutamente nada y a pierna suelta. Dormí como un bebé y lo más extraño fue que me desperté sin que tuvieran que despertarme cinco veces y me fui corriendo al instituto porque estaba feliz y me moría de ganas de contarles a mis compañeros lo que me había pasado.

¿Y cómo dejaste todas las drogas y el alcohol? 

¿Cómo dejé las drogas y el alcohol? De golpe. ¿Qué hizo Dios conmigo? Un milagro.

Cuéntanos algo más de la chica del instituto…

Al poco tiempo de hacer este cambio empecé a salir con ella y me enseñó dos cosas que en mi vida han sido fundamentales. La primera fue que me enseñó a rezar y a ponerme de rodillas para hacerlo. Yo era incapaz de ponerme de rodillas porque era a lo que obligaba a la gente para dejar claro quién mandaba. Para mí ponerse de rodillas era un signo de debilidad. Ahora, en cambio, creo que es la postura más humana porque es reconocer que todo nos es dado.

¿Y la segunda cosa que te enseñó?

Lo segundo que me enseñó fue el amor, me enseñó a amar. Yo estaba acostumbrado a que tía que me gustaba, tía de la que me aprovechaba hasta que apareciera otra que estuviera mejor. Sin embargo, esta chica me enseñó a reconocer el valor de un beso, de una caricia, de un abrazo… Me enseñó a sobrecogerme sin tener que tocarla.

¿Cómo?

Recuerdo que en un tanatorio yo estaba hablando con la familia del difunto y ella entró y yo la miré y me sobrecogí de arriba abajo y de abajo arriba. Que esa mujer me quisiera era leche. Yo supe que podía sobrecogerme de amor contemplándola.

¿Qué más recuerdas de vuestra relación?

Recuerdo una vez, haciendo el camino de Santiago, que teníamos cita concertada para ir a Misa en la cripta de la Catedral. Poco antes de la celebración decidimos parar todos a ducharnos, pues, con lo pequeña que era la cripta, moriríamos asfixiados. Al salir de la ducha me di cuenta que me lo habían robado todo y me puse a gritar como una fiera, pero poco más pude hacer porque solo tenía una toalla. Los otros, que sabían que cuando venía mi chica me convertía en un corderito degollado, le dijeron que me convenciera para que me pusiera cualquier cosa para no llegar tarde, y eso es lo que hice.

Carai…

Al llegar el momento del Evangelio el sacerdote lee: “No llevéis bolsa, ni alforja, ni sandalias. Id y anunciad el Reino de Dios” y todo el mundo empezó a reírse. Yo estaba muy feliz y allí fue la primera vez que me pasó por la cabeza lo de hacerme sacerdote, pero desterré la idea rápido porque tenía al lado a mi novia y lo veía imposible.

¿Lo comentasteis?

Lo hablamos varias veces y ella un día me dijo: “creo que tienes que mirar si a ti Dios te llama para algo más grande. Yo te espero, pero tienes que mirar lo que Dios quiere de ti”.

¿Y tu qué hiciste?

Probé en los Franciscanos, pero vi que no era lo mío. Luego entré al seminario a estudiar teología para conocer «las cosas» de Dios. El formador nos dijo a un compañero y a mí: “después tenemos que deciros algo”, esa frase maldita que asusta cada vez que la oyes. Yo no deseaba ser sacerdote, en ese momento yo solo quería lo que Dios pidiera de mí, como ahora, no era el típico que desde pequeño ya quería ser sacerdote y pensé que nos iban a echar. Si me preguntan, ahora también digo que no quiero ser cura, que quiero lo que Dios quiera de mí.

¿Y qué fue lo que os dijeron?

Nos propusieron entrar en el seminario. Por aquel entonces llevábamos un año estudiando Teología y nos dijeron que podíamos dar un salto más.

¿Qué contestasteis?

De repente me encontré que había respondido que sí. Entré al seminario, aprendí muchísimo, pero la debilidad del hombre y la tentación es muy grande. Me fijé en las manos de los sacerdotes y vi todo lo que hacían con ellas (bendecir, consagrar…) y luego miraba las mías y veía que habían roto muchas vidas y pensaba: “es imposible que Dios pueda consagrar estas manos”.

¿Te fuiste?

Un sacerdote me dijo algo que durante un tiempo me ayudó, que era Cristo el que me escogía para que partiera su cuerpo en la consagración y no el de ninguna otra persona.

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¿Y después de este tiempo?

Se acercaba la ordenación y pensaba: “para ser mal cura, mejor no defraudar al Señor”. Aunque me duela decirle que no, no puedo decirle que sí. Así que fui a notificarlo para que supieran que me iba del seminario y me dijeron que era imposible.

¿Imposible?

Sí, ya no me podía ir.

¿Por qué?

Venía Juan Pablo II a unas canonizaciones en Cuatro Vientos y me habían escogido a mí para dar testimonio delante del Papa. En esa celebración las palabras del Papa me hicieron llorar.

¿Con qué te quedas del día en el que diste el testimonio frente a una gran multitud y el Papa?

Los que habíamos intervenido en la celebración pasamos al final a recibir de Juan Pablo II un rosario. Cuando me tocó a mí me arrodillé para recibir el rosario y, en un gesto muy característico suyo, me cogió de la nuca, me acercó a su pecho y me dijo: “Cristo te necesita”. No me dijo nada más.

¿Cómo reaccionaste?

Al instante me llevaron al Samur móvil, tuve un ataque de ansiedad. En la ambulancia también estaban atendiendo a la Niña Pastori.

Carai…

Yo ese día tuve dos certezas: que Dios me amaba y que quería que fuera sacerdote. Eso me hizo profundamente feliz, desde entonces cada noche le doy gracias por lo que ha hecho en mi vida. Ahora ya llevo siete años siendo sacerdote.

Tu familia y la gente que te rodea también debe dar gracias a Dios…

Hace poco me tocó dar un curso de novios en la parroquia y de repente entra un chaval con su novia. El chico iba a mi clase del colegio. Entró en la sala y se quedó a cuadros. Al terminar la charla, vino y me dijo: “mira, llevo desde que has entrado dando gracias, jamás pensé que tú me ibas a hablar de amor”.

La vida da muchas vueltas…

Si escuchas la voz del Señor en tu vida verás milagros. Hay una cosa que me ha quedado muy clara y que quiero transmitir: jamás pongáis la mano al infierno mismo, a cualquier ideología. La descubres un día, no pasa nada, y al día siguiente estás con un bate de béisbol en la mano sin saber cómo ha sucedido y ya estás en el infierno. Jamás podré desear a nadie, por indeseable que sea, que conozca el infierno que yo he vivido.

¿Y cómo terminó con tus amigos de patrulla?

Yo pensaba que eran mis amigos hasta que descubrí que la amistad es la unión de imperfectos buscando la perfección. Con esos colegas ha pasado de todo. Duele mirar fotos del colegios y ver cuántos se han quedado por el camino. Hay varios que se han suicidado, otros tantos que están en la cárcel y algunos que están bastante mal por las drogas.

¿Y con la chica?

Es un puntal en mi vida, es una santa y he tenido la gran suerte de poder casarla yo. Mi madre, en su mesita, tiene una foto del Santísimo, otra de la Virgen del Carmen y una foto de la chica. Ella odia que la mencione, jamás digo su nombre y jamás ha querido saber cuál es mi pasado, nunca ha querido escuchar mi testimonio.

¿Por qué?

Quizás porque es una santa. El día antes de su boda su madre murió. Yo la llamé para decirle si seguíamos adelante con la boda y me dijo que sí, que todos los besos que su madre le hubiera dado en ese día tan especial los recibiría a través del mismo Dios en el momento de la comunión.

¿Cuándo te dejaron de perseguir tus “colegas”?

No lo sé. Cada vez me persiguen menos, va por oleadas, pero el movimiento de ultraderecha está volviendo a coger mucha fuerza, aunque también es verdad que la calle a día de hoy la tiene la izquierda.

¿Pero siendo sacerdote ha seguido la persecución?

El día de mi ordenación como sacerdote mis amigos vinieron a matarme. Estaba yo en la sacristía y el cardenal hablando con la gente y haciéndose fotos. Vinieron entonces dos seminaristas y me dijeron que en la puerta había unos tíos con unas pintas bastante raras que preguntaban por mí. Un compañero mío que conoce toda mi historia lo oyó y me dijo: “yo salgo contigo y miramos”, salió también con nosotros el formador y el cardenal con el báculo.

¿Qué pasó al salir?

Me encontré a dos tíos a los que conocía. Me dijeron: “mira, veníamos a por ti, pero es ver la felicidad con la que has entrado y es imposible matarte”. Esa es la libertad que te da Dios y eso les mataba de envidia.

¿Algo para acabar?

Una vez, estando ya en el seminario, cogí el metro y en otro vagón estaba un chaval que yo conocía porque tenía la cara completamente desfigurada. De esas cosas te acuerdas. Me acerqué, no por voluntarismo sino porque el Señor quiso, y le dije: “mira, no sé si te acuerdas de mí, pero yo soy el que te hizo eso y vengo a pedirte perdón”. Me cruzó la cara la señora que estaba a su lado, que era su madre. El joven la detuvo, me miró y dijo: “si no te hubiera perdonado, nunca te hubiera olvidado y entonces tu habrías vencido”.

Acerca de Jaume Vives Vives