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«En el calabozo no podía decir que soy sacerdote» Luis Miguel García (I)

Luis Miguel García cura Cuba calabozoCuba tiene muchas cosas buenas, pero el padre Luis Miguel García no las conoció. Este sacerdote mexicano fue a La Habana invitado por el obispo para preparar unas misiones y en lugar de lo que esperaba, se vio, entre otras cosas, atrapado en una celda, encerrado en un prostíbulo o incluso huyendo de las balas para celebrar misas clandestinas. Para no avanzar más acontecimientos, mejor que nos lo cuente él mismo:

¿Cómo acaba un sacerdote mexicano preso en un calabozo en La Habana?

Bueno, la historia empieza con unas misiones que organizaba con unos cuantos chavales. Por una serie de sucesos, acabamos ayudando a organizar la visita del Papa Benedicto XVI a Cuba en 2012. A partir de esa visita, conocí al obispo de La Habana, que me propuso la idea de organizar unas misiones como las que había hecho en México pero allí en Cuba.

Y por eso cogió el avión…

Claro. Mi objetivo en aquel viaje era encontrarme con el obispo, que me llevaría a visitar algunas ciudades del país para preparar esas misiones. Ocurre que en Cuba un sacerdote no pasa desapercibido, para mal. De hecho, hasta diciembre del año pasado, que son las últimas noticias que tengo, los curas no podían celebrar más que una misa a la semana, en el día y la hora fijados por el Gobierno cubano. En caso de incumplimiento, acaban como yo, en la cárcel.

Pero a usted no le metieron allí por celebrar misa, ¿no?

No, a mí me metieron allí al llegar al aeropuerto, sin decirme el porqué ni nada, aunque luego supe que ya habían pinchado las conversaciones con el obispo que había tenido en México. Cuando aterricé en La Habana, al ir a coger mi maleta, se me acercaron dos guardias. “¿Luis Miguel García?”, me preguntaron. Y claro, yo les dije que sí, que era yo. Como iba ya prevenido, no llevaba puesta la sotana, sino ropa de calle, normal, pero aún así me cogieron las maletas y me llevaron al calabozo de la comisaría.

¿Cómo era?

Estaba lleno de gente que daba miedo. Yo entré allí totalmente desorientado y me senté como pude en uno de los bancos. Estábamos en la celda todos apelotonados, y el lavabo estaba allí en medio mismo. Recuerdo que se me acercó uno y me empezó a decir que me levantase. La tercera vez que me lo dijo, me levanté del banco. En cuanto estuve de pie, me soltó un puñetazo. Tan pronto ese hombre me pega, se levanta otro, un armario negro como de dos metros que estaba sentado al lado mío, y yo ya pensaba “hasta aquí llegué”… Entonces el enorme le dice al otro “Si lo vuelves a tocar, te parto la cara”. Y yo en shock.

cuba cura testimonio Luis Miguel García

¿Y qué ocurrió entonces?

En ese momento, el que me había dado el puñetazo se acerca un poco más y le suelta al negro un cabezazo, pero este se gira y le zurra, lanzándolo contra otros. Así que se levantan todos y empieza una trifulca en la que llovían golpes por todos lados. En esas me vi y pensé que o entraba o salía aún peor, así que entré, golpeando a lo que podía, aunque nunca he sido muy de pelear, la verdad.

No es muy de cura, no…

Pero claro, 25 personas golpeándose sin saber qué bando es cuál, y tú con la adrenalina y el miedo encima… Te aseguro que es mejor que cualquier gimnasio. Tras unos diez minutos de pelea todos contra todos, llega un policía y empieza a golpear los barrotes con la porra a la vez que grita “¡Todos al suelo u os tiramos nosotros!”.

Y todos al suelo, claro.

Bueno, a los que no ya se encargaron ellos de que lo hicieran. Una vez se fueron los guardias, ya más calmados, empezamos a hablar unos con otros. “Oye, ¿tú por qué estás aquí?”, me preguntaban. Yo no sabía hasta qué punto podía contar, así que les dije simplemente “Soy mexicano, vine a visitar a un amigo y me metieron en el calabozo”. En estas que uno de los guardias se acerca y me dice “Miguel, al interrogatorio”. Saco la mano por los barrotes, me ponen las esposas, me llevan por el pasillo y me dejan en una habitación con apenas una mesa, un foco y dos sillas. “¿Tú qué viniste a hacer aquí?”, me pregunta el interrogador.

Lee el papel y hazlo desaparecer»

¿Le respondió?

Empecé a pensar muy rápido. Si les decía que vine a buscar al cardenal, quién sabe lo que le podía pasar a él, y si les digo que vine a hacer unas misiones, seguro que me quedo aquí encerrado. ¿Qué dije pues? Pues lo mismo que en la celda, que vine a visitar a un amigo. “¿Y qué viniste a hacer con tu amigo?”, fue la siguiente pregunta. “Vine a visitar algunas ciudades que me quería enseñar”, lo que tampoco era mentira. Como el interrogador no me sacaba de estas dos respuestas, me mandó de vuelta al calabozo. “Cuando quieras contarlo, me avisas”.

De vuela en la celda, ¿otra vez pelea?

No, en ese momento no. En la celda estaban todos los reclusos allí hablando. Recuerdo que nos traían la comida una vez al día, en un plato hondo. ¿Cómo describo ese plato? Imagínate las sobras de comida de toda una semana licuada con agua y trituradas. Pues esa compota era el rancho. Esa noche, mientras estaba intentando dormir un poco, vienen dos de los presos y me ponen un papel en la mano. En cuanto lo siento, me asusto y me levanto, y cuando me doy cuenta de que eran los que me habían golpeado, aún me pongo más nervioso. Me dicen “lee el papel y hazlo desaparecer”.

¿Qué ponía en el papel?

Lo abro y veo que es un telegrama, que decía más o menos así: “Te pido disculpas, espero que me entiendas, intenta salir como puedas”. Firmado por el cardenal.

Que era quien le había de ayudar a usted…

Cuando la única persona que te puede sacar de allí, y en quien tienes puesta la esperanza, te falla… creo que lloré al menos durante tres cuartos de hora. Estaba totalmente aislado, y empecé a rezar. Al contrario de lo que pueda parecer, no fue exactamente una oración de desesperación, sino de pedirle a Dios que me enseñara a entender por qué estaba yo allí. “Señor, ya no he de lamentar sobre si tomé la decisión correcta o no, ya estoy aquí, ahora ayúdame a ver qué he de hacer”. Muchas veces nos lamentamos y terminamos deprimidos por arrepentirnos de una decisión tomada, pero eso ya no se puede cambiar, solo cambiar el presente para mejorar el futuro.

celda cura Cuba testimonio Luis Miguel García

Una lección aprendida en la celda.

Bueno, esto no lo entendí en ese momento, lo aprendí meses después. Al final estuve tres días metido en la cárcel. Los tres días hubo golpes y peleas, y al final ya era una forma de desestresarse. El segundo día, después del interrogatorio, se me acerca uno de los presos y me pregunta “Va, en serio, ¿tú qué viniste a hacer?”. Ya había cogido confianza y vi que podía contárselo. Le dije que soy sacerdote y que vine a preparar unas misiones. Entonces varios de los que había en la celda se empezaron a acercar y varios de los que me habían estado defendiendo se empezaron a alejar. Una vez lo hube contado, uno de ellos se me acercó y me dijo algo que me hizo entender por qué estaba yo allí.

¿Qué es lo que te dijo?

Primero me contó su historia. Me dijo que llevaba un año sin ver a su familia. Él era de República Dominicana, y vino a La Habana por trabajo. Un día se le acercó la policía por la calle, le revisaron la mercancía y le encontraron droga, pero es droga que él ni siquiera sabía que llevaba, que no era suya. Lo metieron en la cárcel y allí lleva ya un año sin ver a su mujer ni a sus dos hijos. Y entonces me pidió consejo: “¿qué hago?” me dice. ¿Qué le dices a alguien así, cuando te das cuenta de que su realidad es mucho peor que la tuya, esa por la que hace poco estabas llorando…? Bueno, hablé con él un rato y al cabo me dijo “Padre, ¿usted me puede confesar? He de pedirle perdón a Dios de muchas cosas”. Se levantó, se arrodilló delante de mí en medio de los demás presos y se persignó, y en ese momento se me derrumbó todo. Fue allí cuando me di cuenta de por qué Dios había querido que yo estuviera allí. No por ser yo, de verdad, podría haber sido cualquier sacerdote, pero si allí no hubiera habido ningún cura esa persona no se habría confesado.

¿Fue el único?

No, en la celda se terminaron confesando cerca de 18 presos, pero me habría bastado solo con uno para saber por qué Dios me puso allí. Al acabar, ya no tenía ninguna duda. Tardó en llegar la respuesta, pero llegó.

Una vez que ya sabías por qué estabas allí, ¿lograste salir?

El tercer día me volvieron a llamar al interrogatorio y me dijeron: “Si quieres salir de aquí, tienes que pagar una fianza”, y la cifra que me presentaron era exactamente la cantidad que llevaba en la cartera. Obviamente, me habían abierto las maletas, y ante la disyuntiva de verme con dinero en la celda o sin dinero en la calle, por supuesto escogí la segunda. Cuando estaba a punto de verme libre, me dijeron “Espere un momento”.

¿Aún había más dificultades?

Sacaron una grabadora, le dieron al play y entonces empecé a escuchar la grabación de mis conversaciones con el cardenal de cuando estaba en México. Al acabar, me increparon “¿qué tienes que decir?”. Pues les dije, más por nerviosismo que por otra cosa, “Si ya lo tienes grabado, ¿para qué me preguntas?”. Yo sabía que, si no decía nada, ellos no tenían legalmente ningún derecho a retenerme más días allí, así que insistí en echar el cargo sobre la grabación. Viendo que no iban a conseguir nada, me dejaron ir. Sin dinero, salgo del calabozo con las maletas y, al llegar a la calle, veo dos policías esperándome. Me dicen “nos hemos enterado que te han dejado en libertad, ¿te acercamos al centro?”, y yo de buena fe subí al coche. Ya había pagado, ¿qué más iba a pasar? Ahora reconozco que fui demasiado inocente, y es que no sabía que lo peor –o lo mejor- aún estaba por llegar.

Segunda parte de la entrevista

Acerca de Guillermo Altarriba